El artista azul

Un pigmento que cubría la tela de un azul profundo fue la clave de la obra del francés Yves Klein, un hombre que cambió el yudo por la pintura y que murió con sólo 34 años. Madrid tuvo un papel decisivo en ese cambio tan radical y exitoso.


Alto, fuerte. El pelo, moreno, fijado con brillantina. Inquieto, con una personalidad obsesiva. Apasionado por el yudo, el esoterismo y la espiritualidad, fue el inventor de un tono de azul que lleva su nombre y de una forma de pintar revolucionaria. "Mis ojos no están hechos para leer un cuadro, sino para verlo. La pintura es color". Yves Klein (Niza, 1928-París, 1962), el hombre que patentó su azul ultramar como IKB (International Klein Blue), una fórmula tan secreta como la de la Coca-Cola, llegó a ser pintor casi por genética, mejor dicho, por herencia.


Hijo único de dos artistas muy distintos, Marie Raymond (19o8-1989), una pintora abstracta, hija de una acomodada familia de perfumistas en Niza, y de Fred Klein (1898-199o), un holandés figurativo, amante de los paisajes y los caballos, vivió en su casa la efervescencia de las vanguardias.

Autodidáctico, sin éxito en los estudios, pero más listo que el hambre, el joven Klein miraba de reojo cuanto sucedía en su casa parisiense de la Rue d'Assas, entre Montparnasse y el Barro Latino. En las reuniones que convocaba los lunes su madre se discutía sobre arte, se hablaba de libros, de filosofía o de arquitectura. Aquel adolescente de 18 años conocía ya a todos los artistas que bullen en el París que renace de sus cenizas tras la II Guerra Mundial. La obra de Marie Raymond es la línea, y la de Yves Klein es el color. Existe una oposición clara entre ambos. Yves Klein quiso acabar con el modernismo, pero debía ser el quien cerrara la puerta, el último en irse.

La cabeza del joven Klein giraba a mil revoluciones con nuevos intentos para ganarse la vida. A los 23 años, su única actividad conocida era la práctica del yudo. Tenía que dar salida a su energía por algún lado. Ha de alejarse de su entorno familiar, tan intenso, y buscar su lugar en el mundo. Su tía Rose Raymond, propietaria de una librería en Niza, le ayuda económicamente a financiar algunos de sus viajes. Klein propuso a su amigo Claude Pascal dar la vuelta al mundo, realizar un viaje en cierto modo espiritual. Ambos planean llegar a España y atravesarla hasta llegar a Marruecos a caballo. El plan se torció cuando Pascal enfermó de tuberculosis, pero Klein no se arredró y atravesó la frontera de Irún el 3 de febrero de 1951: "Para descubrir España estoy solo y es triste", escribió en su primer diario.


Ya fuera por su afán de aprender español o por la emoción que le produjo el descubrimiento de cuanto vio en sus viajes a España, en 1951 y en 1954, Klein anotó cuidadosamente sus impresiones acerca del yudo, los toros, Lola Flores y Manolo Caracol, o su descubrimiento del Museo del Prado y los cuadros de El Greco, que tanto influyeron posteriormente en su vocación pictórica.

El cielo de Madrid le inspira un poema profético: "Un día el cielo azul sobre la tierra ha caído / y de su herida la sangre ha brotado. / Era un rojo brillante, chispeando estrepitoso, había negro también allí donde se coagulaba. / Una bolsa de sangre que era España. El cielo azul la ha cubierto, muy pálido. / Cuando se miraban había relámpagos violetas. / La música eran celos, y en la paz del azul reinaba la cólera del rojo. / España divina, dolor y rojo". Por primera vez, estos diarios inéditos del mago del azul verán la luz en la ciudad que los inspiró. En estos cuadernos se intuyen las claves del futuro pintor.

En Madrid, un Klein hiperactivo se enfrentó a sus dos obsesiones, buscar un trabajo y encontrar un gimnasio donde practicar yudo, su gran afición. También estudia filosofía: "He acabado mi curso de filosofía y lo he enviado a París. Es decir que si no está demasiado mal hecho habré concluido en fin algo bien definido en mi vida". En su diario, Klein comenta que a su amigo Joaquín no le han gustado nada sus pinturas, y escribe: "Voy a realizar un paisaje de Toledo, a ver si así lo entiende".


Por fin, en 1955, Yves Klein presenta su obra Yves: pintures en el Club des Solitaires, en el barrio más elegante de París. La crítica sólo ve en él al chico que han conocido en los salones de su madre, pero no entienden su obra. Su pintura es todo color, no existe la línea. Es un Rothko antes de Rothko. Su madre no acierta más que a decirle: "Estos colores distintos combinan bien..." Un Yves Klein colérico contesta: "No has entendido nada".

Le quedan siete años de vida y de pintura. A partir de su primera exposición, su actividad es enloquecedora. Todo en Klein es espectáculo. Para que el mundo comprenda su obra, él sabe que tiene que ser cada vez más provocador. Se sitúa en la vanguardia de los happenings. Pinta cuerpos desnudos de mujeres de azul. Controla los medios, la difusión. Él hace lo que sus padres no supieron: "No entiendo cómo mi padre puede quejarse de su posición en el mundo del arte si nunca ha hecho el esfuerzo de entender el mundo en el que vive".


Yves Klein tuvo una carrera artística corta, ocho años. Murió al poco de casarse, en junio de 1962, a los 34 años, de un infarto. Circulan leyendas acerca de si su muerte se debió a la inhalación de los productos químicos con los que pintaba. Pero en realidad la causa fue su ritmo de trabajo, agotador. "Las sesiones de trabajo eran extenuantes", dijo su mujer. En agosto de 1962 nació su hijo póstumo, Yves Klein, su última obra.

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