Lectura: Millenium I: Los hombres que no amaban a las mujeres (Stieg Larsson)

La llamativa ausencia de compromiso emocional de la chica no era lo que más le molestaba. En el mundo empresarial la imagen resultaba fundamental y su empresa representaba una estabilidad conservadora. Ella encajaba en esa imagen tanto como una excavadora en un salón náutico.
Le costaba hacerse a la idea de que su investigadora estrella fuera una chica pálida de una delgadez anoréxica, pelo cortado al cepillo y piercings en la nariz y en las cejas. En el cuello llevaba tatuada una abeja de dos centímetros de largo. También se había hecho dos brazaletes: uno en el bíceps izquierdo y otro en un tobillo. Además, al verla en camiseta de tirantes, había podido apreciar que en el homóplato lucía un gran tatuaje con la figura de un dragón. Era pelirroja, pero se había teñido de negro azabache. Solía dar la impresión de que se acababa de levantar tras una semana de orgía con una banda de heavy metal.
En realidad, no tenía problemas de anorexia; de eso estaba convencido. Al contrario: parecía consumir toda la comudia basura imaginable. Simplemente había nacido delgada, con una delicada estructura ósea que le daban un aspecto de niña esbelta de manos finas, tobillos delgados y unos pechos que apenas se adivinaban bajo su ropa. Tenía venticuatro años, pero aparentaba catorce.
Una boca ancha, una nariz pequeña y unos prominentes pómulos le daban cierto aire oriental. Sus movimientos eran rápidos y parecidos a los de una araña; cuando trabajaba en el ordenador, sus dedos volaban sobre el teclado. Su cuerpo no era el más indicado para triunfar en los desfiles de moda, pero, bien maquillada, un primer plano de su cara podría haberse colado en cualquier anuncio publicitario. Con el maquillaje - a veces solía llevar, para más inri, un repulsivo carmín negro-, los tatuajes, los piercings en la nariz y en las cejas resultaba... humm... atractiva, de una manera absolutamente incomprensible.



<<Una chica lista pero con un carácter un poco difícil>>. Le había pedido que le diera una oportunidad a la chica, cosa que éste prometió con desgana. Ese tipo pertenecía a esa clase de hombres que sólo interpretaba un no como un motivo para doblegar sus esfuerzos, así que lo más fácil era aceptar abiertamente.
Pero se arrepintió en el mismo momento en que la conoció. No sólo le parecía problemática, a sus ojos, ella era la viva represetación del término.
Durante los primeros meses, ella trabajó a ajornada completa; bueno, casi completa. Por lo menos aparecía de vez en cuando por su lugar de trabajo. No se preocupaba lo más mínimo del horario ni de las rutinas normales de la oficina.
En cambio, poseía un gran talento para sacar de quicio a los demás empleados. Se ganó el apodo de <<la chica con dos neuronas>>: una para respirar y otra para mantenerse en pie. Nunca hablaba de sí misma. Los compañeros que intentaban conversar con ella raramente recibían respuesta y enseguida desistían. Los intentos de broma nunca caían en terreno abonado: o contemplaba al bromista con grandes ojos inexpresivos o reaccionaba con manifiesta irritación.
Además, tenía la fama de cambiar de humor drásticamente si se le antojaba que alguien le estaba tomando el pelo, algo bastante habitual en aquel lugar de trabajo. Su actittud no invitaba ni a la confianza ni a la amistad, así que rápidamente se convirtió en un bicho raro que ronroneaba como un gato sin dueño por los pasillos. Los dejaron por imposible: allí no había nada que hacer.



Al cabo de un mes de constantes problemas la llamó a su despacho con el firme propósito de despedirla. Cuando le dio cuenta de su comportamiento, ella lo escuchó impasible, si nada que objetar y sin ni siquiera levantar una ceja. Nada más terminar de sermonearla sobre su << actitud incorrecta>>, y cuando ya estaba a punto de decirle que, sin duda, sería buena idea que bucara trabajo en otra empresa que <<pudiera aprovechar mejor sus cualidades>>, ella lo interrumpió en medio de una frase. Por primera vez hablaba enlazando más de dos palabras seguidas.
 - Oye, si necesitas un conserje puedes ir a la oficina de empleo y contratar a cualquiera. Yo soy capaz de averiguar lo que sea de quien sea, y si no te sirvo más que para organizar las cartas del correo, es que eres un idiota.
Todavía se acordaba del asombro y de la rabia que se apoderaron de él mientras ella continuaba tan tranquila:
- Tienes un tío que ha tardado tres semanas en redactar un informe, que no vale absolutamente nada, sobre un yuppie al que piensan reclutar como presidente de la junta directiva en esa empresa puntocom. Hice las fotocopias de esa mierda anoche y veo que ahora lo tienes aquí delante.
- No debes leer informes confidenciales.
- Probablemente no, pero las medidasde seguridad de tu empresa dejan mucho que desear. Según tus instrucciones, él mismo debería fotocopiar ese tipo de cosas, pero anoche, antes de irse por ahí a tomar algo, me puso el informe en mi mesa. Y, dicho sea de paso, su anterior informe me lo encontré en el comedor hace un par de semanas.
- ¿Qué? -exclamó perplejo.
- Tranquilo. Lo metí en su caja fuerte.
- ¿Te ha dado la combinación de su archivador privado? -preguntó sofocado.
-No, no exactamente. Lo tiene apuntado en un papel que guarda debajo de la carpeta de su mesa, junto con el código de su ordenador. Pero lo que importa aquí es que ese payaso de investigador a hecho una investigación que no vale una mierda. Se le ha pasado que el tipo tiene unas deudas de juego que son una pasada y que esnifa coca como una aspiradora; además, su novia tuvo que buscar protección en un centro de acogida de mujeres después de que él la zurrara de lo lindo.
 Ella se calló. Él permaneció en silencio hojeando unos minutos el informe en cuestión. Al final, levantó la mirada y dijo tan sólo una palabra: <<Demuéstralo>>.
- ¿Cuánto tiempo tengo?
- Tres días. Si no pedes probar tus afirmaciones, el viernes por la tarde te despidiré.

Tres días más tarde, sin pronunciar palabra, le entregó un informe elaborado a partir de numerosas fuentes en el que ese joven yuppie, aparentemente tan simpático, se revelaba como un cabrón de mucho cuidado. Leyó el informe varias veces durante el fin de semana y se pasó parte del lunes comprobando algunas de las afirmaciones sin poner mucho empeño en ello, ya que antes de empezar sabía que la información resultaría correcta.
Estaba desconcertado y furioso consigo mismo porque, evidentemente, la había juzgado mal. La había considerado tonta, e incluso tal vez retrasada. No esperaba que una chica que se había pasado los años de colegio faltando a clase, hasta el punto de que ni siquiera le dieron el certificado escolar, redactara un informe que no sólo era lingüísticamente correcto sino que, además, contenía observaciones e informaciones que no entendía en absoluto como podía haber conseguido.

Al cabo de algún tiempo le quedó claro que ella no tenía ninguna intención de hablar de su método de trabajo, ni con él ni con nadie. Eso le preocupaba, pero no lo suficiente como para poder resistirse a la tentación de ponerla a prueba.
Recordó las palabras de aquel hombre cuando le pidió que le diera trabajo: <<Todas las personas tienen derecho a una oportunidad>>. Pensaba en su propia educación musulmana, de la que había aprendido que su deber ante Dios era ayudar a los necesitados. Es cierto que no creía en Dios y que no visitaba una mezquita desde su adolescencia, pero veía a aquella chica como una persona necesitada de ayuda y de un firme apoyo. Además, a decir verdad, durante las últimas décadas no había cumplido mucho con su deber.

En vez de despedirla, la convocó a una entrevista personal, durante la cual intento comprender de que pasta estaba hecha la problemática chica. Reforzó su convicción de que sufría algún tipo de trastorno grave, pero también descubrió que bajo su arisca apariencia se ocultaba una persona inteligente. Por una parte, la veía frágil e irritante, pero, por otra, y para su sorpresa, empezaba a caerle bien.



Durante los meses siguientes, la tuvo bajo su protección. Para ser sincero consigo mismo, lo cierto es que la acogió como si se tratara de un pequeño proyecto social. Continuaba siendo un motivo de irritación para los demás trabajadores de la empresa. Él era consciente de que no habría aceptado que cualquier otro empleado fuera y viniera como le diera la gana; en otras circunstancias, le habría dado un ultimátum exigendo una rectificación. También sospechaba que si le diera un ultimátum o la amenazara con un despido, ella sólo se encogería de hombros, y no la volvería a ver. Así que se veía obligado a deshacerse de ella o a aceptar que no funcionaba como los demás.

Un problema aún mayor para él constituía el hecho de no tener claro sus propios sentimientos hacia la joven. Era como un picor molesto, repulsivo pero al mismo tiempo atrayente. No se trataba de una atracción sexual; por lo menos, no lo consideraba así. Las mujeres a las que solía mirar de reojo eran rubias con muchas curvas y con labios carnosos que despertaban su imaginación; además, llevaba veinte años casado con una finlandesa llamada Ritva, que todavía, a su meduana edad, cumplía de sobra con esos requisitos. Nunca había sido infiel; bueno, puede que en alguna ocasión hubiera ocurrido algo que su mujer podía malinterpretar en el caso de enterarse, pero el matrimonio vivía feliz y tenía dos hijas de la edad de la chica ésta. De todas maneras, no le interesaban las chicas sin pecho que, a distancia, podrían confundirse con chicos flacos. En fin, no era su tipo.
Aún así, había empezado a sorprenderse a sí mismo con fantasías inapropiadas sobre aquella chica y reconocía que no se sentía del todo indiferente cerca de ella. Pero la atracción, pensaba, radicaba en que le parecía un ser extraño. Representaba una vida irreal, que le fascinaba, pero que no podía compartir  y en la que, de todos modos, ella le prohibiría participar.


Una tarde, en la terraza de un café, ella estaba sentada de espaldas a él y no se dio la vuelta ni una sola vez, así que, aparentemente, ignoraba por completo que él estuviera allí. Se sentía extrañamente molesto ante su presencia y cuando, al cabo de un rato, se levantó para desaparecer imperceptiblemente, de repente ella volvió la cabeza y lo miró de frente, como si todo el tiempo hubiera sabido que estaba allí, dentro del radio de alcance de su radar. Su mirada fue tan repentina que la interpretó como un ataque y, al abandonar la terraza con pasos apresurados, fingió no haberla visto. Ella no lo saludó, pero lo siguió con la vista y hasta que dobló la esquina sus ojos no dejaron de abrasarle la espalda.

Aquella chica apenas se reía. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, él pareció notar una actitud un poco más relajada por su parte. Tenía un sentido del humor seco -por no decir otra cosa-, que, de vez en cuando producía una torcida e irónica sonrisa. A veces se sentía tan irritado por su falta de repuesta emocional que le entraba ganas de agarrarla y sacudirla para traspasar su coraza y ganarse su amistad o, por lo menos, su respeto.
En una sola ocasión, cuando ya llevaba nueve meses en la empresa, intentó hablar de esos sentimientos con  ella durante las fiestas de Navidad.  No sucedió nada inadecuado; en realidad, solo quiso decir que le caía bien; sobre todo, explicarle que sentía un instinto protector hacia ella y que, si alguna vez necesitaba ayuda siempre podría dirigirse a él con toda confianza. Incluso hizo ademán de abrazarla. Amistosamente, por supuesto.
Ella se zafó de su torpe abrazo y abandonó la fiesta. Después no apareció por la oficina ni contestó al móvil. Vivió su ausencia como una tortura, casi como un castigo personal. No tenía con quién hablar de sus sentimientos y, por primera vez, con una claridad aterradora, se dio cuenta del poder que la extraña muchacha ejercía sobre él.


Tres semanas después, una noche de enero, ya tarde, en la que se había quedado en su despacho para revisar el balance anual; volvió. Entró tan imperceptiblemente como un fantasma; de repente, él advirtió que, a dos pasos de la puerta, alguien le estaba observando desde la penumbra. Ignoraba cuánto tiempo llevaba allí. Después de cerrar la puerta con la punta del pie y sentarse en una silla, lo miró directamente a los ojos. Luego le hizo la pregunta prohibida de tal manera que le resultó imposible desviarla on una broma o evitarla:
- ¿Yo te pongo?
Se quedó como paralizado mientras buscaba desesperadamente una respuesta. Su primer impulso fue negarlo todo con aire ofendido. Luego vio su mirada y se dio cuenta de que por primera vez, le había hecho una pregunta íntima. Sonaba seria y si intentaba esquivarla con una broma, se lo tomaría como un insulto personal,. Quería hablar con él; se preguntó cuánto tiempo llevaría armándose de valor para soltarle la pregunta. Lentamente, dejó su bolígrafo en la mesa, y se echó hacia atrás en la silla. Al final, acabó relajándose.
- ¿Qué te hace pensar eso? -le preguntó.
- Tu modo de mirarme y el de no mirarme. Y las veces que has estado a punto de extender la mano para tocarme y te has detenido.
De repente él sonrió.
- Por alguna razón que no entiendo te quiero mucho. Pero no me pones.
- Bien. Porque nunca pasará nada entre tú y yo.
De repente él se rió. Por primera vez, ella le había dicho algo personal, aunque fuese la respuesta más negativa que un hombre podía oír. Intentaba buscar las palabras adecuadas.
- Oye...
- Espera -dijo levantando una mano-, déjame hablar. A veces eres idiota y un burócrata insoportable, aunque, al mismo tiempo, me pareces un hombre atractivo y... Pero eres mi jefe; además, conozco a tu mujer y quiero conservar este trabajo. Lo más estúpido que podría hacer sería tener un rollo contigo. Soy consciente de lo que has hecho por mí y te estoy muy agradecida. Aprecio que hayas demostrado estar por encima de tus prejuicios y que me hayas dado una oportunidad. Pero ni te quiero como amante ni eres mi viejo.
- No eres alguien que incite a la amistad - le soltó él de repente. La notó un poco apesadumbrada pero, aun así, continuó implacablemente-. Ya he entendido que no quieres que nadie se meta en tu vida e intentaré no hacerlo. Pero ¿me dejas que de siga teniendo cariño?
Al parecer la chica lo meditó durante un buen rato. Luego, a modo de respuesta, se levantó, bordeó la mesa y le dio un abrazo. Se quedó totalmente perplejo. Cuando ella lo soltó, cogió su mano y preguntó:
- ¿Podemos ser amigos?
Ella asintió con un solo movimiento de cabeza.
Fue la única vez que le mostró algo de ternura, ya la única vez que lo tocó. Un momento que él recordaba con mucho cariño.
Cuatro años después seguía sin revelarle practicamente nada sobre su vida privada ni sobre su pasado. En una ocasión aplicó sus propios conocimientos para investigarla personalmente; y lo que descubrió no contribuyó precisamente a aumentar su confianza en ella. Nunca jamás lo comentó con ella, ni le dio a entender que había estado husmeando en su vida privada. Más bien al contrario, ocupó su preocupación y aunmentó el nivel de alerta.

La aceptaba tal y como era, pero no le permitía tratar personalmente con los clientes. Hacía escasas excepciones a la regla, y el asunto del día, desgraciadamente, pertenecía a esa categoría.
- No se deje engañar por su juventud. Es, sin duda, nuestra mejor investigadora.
- Estoy convencido de que así es -contestó el cliente, con una voz seca que insinuaba todo lo contrario-. Cuénteme a la conclusión a la que ha llegado.
Resultaba evidente que el abogado no tenía ni idea de como tratarla y que intentaba encontrar un terreno más familiar dirigiéndole la pregunta a él, como si ella no se encontrara en el despacho. En esto que la chica aprovechó la ocasión e hizo un gran globo con su chicle. Antes de que pudiese contestar ella miró a su jefe como si el abogado no existiese.
- Pregúntale al cliente si quiere la versión corta o la larga.
El hombre se dio cuenta enseguida de que había metido la pata. Se produjo un silencio incómodo y breve; finalmente se dirigió a ella, y en un tono amablemente paternal, intentó remediar su error.
- Agradecería que la señorita me hiciera un resumen oral de sus conclusiones.
La chica parecía un depredador núbil y malvado que contemplaba la posibilidad de pegarle un bocado para ver si le servía de almuerzo. Había tanta hostilidad en su mirada que al abogado le recorrió un escalofrío por la espalda. De repente el rostro de la joven se relajó. El hombre se preguntaba aún si la expresión de esos ojos habría existido sólo en su imaginación.