Kalash, condenados a desaparecer

Son 3.000. Viven en las montañas de Chitral, en Pakistán, y no son musulmanes. Producen y consumn alcohol. Sus mujeres visten prendas llamativas. Los talibanes amenazan su futuro. Pero ellos se consideran descendientes de Alejandro Magno y no se dan por vencidos.

AYUDA.

Septimbre de 2oo9. El día de mi marcha se difunde la noticia de que un comando formado por más de doce hombres ha matado a uno de los guardas de Lerounis y han secuestrado al griego. Son talibanes, piden dos millones de dólares de rescate y la liberación de tres de sus líderes.

Siete años antes, el zoólogo hispano-francés Jordi Magraner había sido el hombre asesinado en la casa que Abdul no quiere vender a ningún musulmán. Magraner había conseguido financiación para los Narradores de la Tradición Oral, un grupo de profesores de kalash que transmitían a sus jóvenes la historia de este pueblo. "Cuando alguien intenta ayudar a los kalash le cortan el cuello", dice Sher Alam Khan. Así murió Jordi. Estoy investigando su vida.

"Jordi quería resolver para siempre nuestros problemas. El griego y otra gente pueden arreglar cosas concretas, pero lo que Jordi proponía era sacarnos de aquí para que viviéramos sin este sentimiento de peligro", asegura Alejandro. ¿Sacarlos? ¿Cómo? "Dijo que había que hacer llegar nuestra historia a la ONU, que aquí muchas naciones pagan mucho dinero para ayudar, por ejemplo, a los refugiados afganos. Los talibanes pueden atacar en cualquier momento, y vosotros sois muy pequeños, aquí estáis inseguros, eso me decía. Pero ¿dónde llevas a 3.ooo personas? ¿Cómo consigues billetes para tanta gente? No tenemos dinero ni lugar. Somos extraños aquí, pero también fuera. Somos paganos".

Mientras escribo estas líneas ocurre algo: los kalash de los tres valles se manifiestan por primera vez en Chitral. Wazir Zada se pregunta cómo más de una docena de individuos han podido entrar y salir tan tranquilos de Bumburet, y exige que se rescate a Lerounis. Pide que el ejército se despliegue en los valles. Si no, plantea una emigración masiva. No saben cómo lo harán, y si lo hacen, adónde irán, pero están desesperados. Las palabras del Paraíso perdido de Milton retumban hoy en los valles:
"...Más quebrados que esto,
¿que sería, sino muerte y extinción?
¿Qué temer, entonces? ¿Dónde cabe duda?".
Los kalash sienten que sin su último portavoz, sin el hombre que les conectaba al exterior, están vendidos. El terror se acerca. Por eso han empezado a gritar. Esta gente pide auxilio.

Del escritor Gabi Martínez durante su viaje a Pakistán para la elaboración de un libro sobre el zoólogo Jordi Magraner asesinado en territorio kalash.

Un sueño en la cabeza Por Juán José Millás

Pasqual Maragall sigue arriesgando: "Hicimos los Juegos Olímpicos, hicimos aprobar y refrendar el Estatuto y ahora iremos a por el Alzheimer" El que fue alcalde de Barcelona y presidente catalán le planta cara al reto más importante. Ha creado el Fondo Alzheimer Internacional para abordar la enfermedad desde nuevas perspectivas. Es lo que mejor hizo siempre: creer en los sueños. Y este personaje entrañable ha logrado descolocar al autor con su sentido de la vida y del humor.

Es cierto que para que un delirio se lleve a cabo es preciso añadirle planificación, racionalidad, talento práctico, recursos humanos y económicos..., pero si no hay delirio (el delirio es el alma) todo lo demás es pura exterioridad. La torre Eiffel o el Empire State Building no podrían haberse levantado sin planos ni sin raíces cuadradas, pero tampoco sin delirio. Son dos ejemplos extrapolables a cualquier otro ámbito de la actividad humana. La diferencia entre el político "delirante" y el pragmático es la que va de Maragall a Gallardón. Aunque que el alcalde de Madrid (ejemplo de voracidad política desnuda, mera ambición sin sueño) consiguiera los Juegos de 2o16, haría de ellos los más convencionales de la historia.

De Maragall habría que decir, pues, que, además de eficaz, fue un gestor insólito. Quizá fue eficaz por ser insólito. Su singularidad le salvó de caer en los desenfrenos propios de la corrección política, pero constituyó un arma que sus adversarios más mediocres utilizaron con vigor, y a veces con resultados prácticos inmediatos; a la larga, sin embargo, ninguna de las infamias con las que se intentó socavar su prestigio a quedado en pie. Incluso el término "maragallada", inventado como sinónimo de algo sin pies ni cabeza, ha adquirido con el tiempo unas connotaciones amables.

A petición propia, forma parte de un grupos de enfermos de Alzheimer sometidos a una terapia experimental, aunque dado que el método por el que se realiza es el denominado "doble ciego", no sabe si lo que se le administra es el preparado real o un placebo. Soporta esta ignorancia con humor e ironía, en la convicción de que si le ha tocado ser sujeto del placebo no tendrá tiempo de probar el tratamiento verdadero. El de Maragall es un caso de diagnóstico precoz y de intervención también temprana, pues su médico de cabecera, cuando los síntomas por los que acudió a consulta se atribuyeron al estrés, le administro, "por si acaso", un tratamiento que no le haría daño si no era Alzheimer, pero que de serlo aminoraría sus efectos.

Yo había acudido a aquel encuentro como quien viaja a un territorio fronterizo denominado Alzheimer. Esperaba encontrar en él a un individuo con un pie en el lado de acá y otro en el de allá, pues me gustaba la idea de que el recuerdo y el olvido, la memoria y la desmemoria, fueran regiones vecinas, comarcas colindantes, pero claramente diferenciadas. Y pretendía que ese hombre me contara la relación entre esos territorios, que me relatara cómo se desplazaba de uno a otro y qué ocurría en el momento de atravesar sus límites. Yo había acudido a aquel encuentro, en fin, lleno de juicios previos (de prejuicios) a los que, como se verá, no estaba dispuesto a renunciar así como así. Muchacho, no dejes que la realidad te estropee un buen reportaje.
- ¿Dónde está el Alzheimer? -le pregunté entonces directamente (quizá brutalmente), sin ser capaz, creo, de reprimir un tono de decepción, de queja. Insistí en que me hablara de su relación con la enfermedad.
- Una cosa que yo he descubierto -dijo con paciencia- es que la actividad es buena. Crear nuevos proyectos, moverse. Cuando tú estás diagnosticado de algo, ¿qué hace la gente? Etiquetarlo, clasificarlo. Éste es un demente, éste es un tipo sin memoria, etcétera. Pero todos estamos un poco locos, un poco sin memoria. Esa manía clasificatoria hace que se pierda una de las cosas claves del pensamiento: la interacción. Los problemas no están aislados, se relacionan. ¿Son todos los enfermos de Alzheimer iguales? No, cada persona es cada persona. Los que tratan las enfermedades tienen que catalogarlas, homologarlas, hacer paquetes. Pero no hay dos enfermos iguales. Los especialistas, y el Alzheimer tiene muchos, ponen fronteras en su estudio. La especialización es un sistema de progreso con muchas limitaciones, porque las cosas ocurren a la vez. Yo intento que la especialización no mate el problema. A mí me gustaría que al lado de los físicos hubiera químicos, porque yo tengo, por ejemplo, sensaciones físicas de inmaterialidad, pero si le pegunto a mi médico no sabe nada de eso, ni le interesa. Con la especialización se avanza, pero se produce una pérdida.

Hablamos, así mismo, de las paradojas de la memoria que señala con detalle en su libro: el hecho, por ejemplo, de que un camino conocido le sorprendiera a veces como nuevo. En ocasiones, y debido a la enorme fuerza de la memoria remota, tenía, al regresar a lugares antiguos, la sensación de regresar a la infancia. Experiencias extrañas, en fin, desconcertantes, con frecuencia incómodas, que él observaba con curiosidad. Quizá, pensé, gracias a esa curiosidad fuera capaz de obtener también algún placer de ellas.

Le preocupaba la idea -muy extendida- de que la pérdida de memoria fuera acompañada de una pérdida de sensibilidad. "El Alzheimer", me diría más de una vez, "borra la memoria, no los sentimientos". De ahí su interés por programas que cuidaran los aspectos emocionales del paciente.

- Ahora -me dijo hablando de la importancia de los pequeños gestos cotidianos- yo tengo una pelea, porque hay estudios según los cuales con Alzheimer no puedes conducir, y mi hijo, con ese argumento, me ha robado el Ford Escort.
Se refería a un viejo automóvil que le ha acompañado a lo largo de media vida y al que profesa un apego casi cómico. Al hablarme de él en los términos en los que lo hizo, tuve por un momento la sensación de que en esos instantes se dirigía a mí desde el otro lado de la frontera, sobre todo porque propuso que yo telefoneara a su hijo a fin de averiguar con cualquier excusa dónde se encontraba el Ford Escor, para ir a buscarlo. Me reí por la propuesta, y él conmigo, pues incluso cuando se manifestaba el Alzheimer (si se trataba del Alzheimer) lo hacía en un registro maragalliano, pleno de ironía, de humor.

En cualquier caso, me pareció que el asunto del coche tenía un significado especial, en la medida en que conducir simbolizaba la capacidad de conducirse. Un coche propio proporciona autonomía personal; no había nada raro, pues, en que alguien cuyo horizonte era la dependencia acumulara, mientras le fuera posible, las herramientas de independencia que aún era capaz de controlar. Y aunque afirmaba de sí mismo que era un enfermo atípico porque tenía un entorno muy sólido, ya que todo el mundo lo conocía e iba con escolta a todas partes, admitía también que en esas ventajas había algo de prisión. De ahí, pensaba uno, su empeño en conducir, en recuperar su mítico Ford Escort y también en escapar de la vigilancia de los escoltas, pues se pasaba el día haciendo planes de fuga que indefectiblemente fracasaban. Me relataba estos planes con ironía, como si se trataran de un ejercicio retórico más que de un propósito real, pero no dejaba de hacerlos.

Hubo otro aspecto que también me llamó la atención en esta primera jornada. Me refiero a ciertas "ausencias" que se daban cuando alguna reunión o alguna situación se prolongaba demasiado. Entonces tenía uno la impresión de que había en el interior de la cabeza de Maragall una puerta que comunicaba la parte de delante con la de detrás (la tienda -podríamos decir- con la trastienda), de modo que, a ratos, sin dejar de estar contigo, notabas que había cruzado esa puerta, refugiándose en la parte de atrás. Cuando se encontraba en ese lado aparecía en su rostro una especie de vacío, un punto de tristeza. No logré averiguar lo que pasaba en la trastienda, pero sí que el cambio de actividad le hacía regresar de allí con bríos renovados, dispuesto a cualquier cosa.

Como ya he señalado que yo iba detrás del Alzheimer como un cazador tras su presa, inmediatamente atribuí esta sociabilidad extrema a la enfermedad. Qué peligro, pensé más tarde, tiene la mirada del observador, incluso la del observador informado. Todos vemos lo que esperamos ver, de modo que si uno busca en el otro el Alzheimer, encontrará el Alzheimer (pero sólo el Alzheimer). He ahí los riesgos de etiquetar a los que se había referido Maragall. Si te dicen que este señor está loco, sólo verás en él su locura; si que tiene cáncer, sólo su tumor; si que está ciego, sólo su ceguera... La sociabilidad de Maragall constituía un rasgo de carácter que la enfermedad, por fortuna, no había aminorado.

Siendo alcalde de Barcelona, Maragall inició una práctica inusual para conocer de cerca los problemas de determinados barrios: de vez en cuando hacía las maletas y se iba a vivir unos días, junto a Diana, a la casa e uno de los vecinos de la zona. Se lo recuerdo mientras troto a su lado (lleva una velocidad endiablada), pues intento entender frente a qué clase de talento estoy, y me responde que si eres nieto de un poeta catalán y de un zapatero valenciano, ese tipo de iniciativas carecen de mérito. Cuando le voy a dar la réplica, porque el asunto me interesa en la medida en que guarda alguna relación con los procesos creativos, se acerca alguien de nuevo para preguntarle cómo está. Y es que la enfermedad de Maragall se vivía en la calle como un asunto comunitario. Muchas de la personas con las que hablábamos tenían también un familiar que padecía Alzheimer y nos contaba su caso, estableciendo comparaciones entre el proceso de su padre o su abuelo con el de Maragall, que escuchaba a todos sin paternalismos de usar y tirar, incluso, sin paternalismos a secas. Sus expresiones eran siempre de solidaridad, de apoyo, también de optimismo.

-Tú -respondió con un esceptismo en el que no había amargura- me coges en un momento de mi vida en el que soy un ex. Ser ex es cojonudo. Si estás en ejercicio, la gente te odia, te ama o te teme. Si res ex, eres adorable porque no tienes poder. Además, en mi caso, yo recuerdo a muchas personas su juventud, sus mejores momentos, que coincidieron con la época de los Juegos Olímpicos.

A Diana no le extrañó que hubiéramos tardado tanto en llegar pues estaba acostumbrada a estos plantones (hace años preparó para el cumpleaños de su marido una fiesta a la que el único que no acudió fue él, porque se puso a ordenar papeles en el despacho y se le fue el santo al cielo).

- Adoro esta radio -dice mostrándonosla- porque la compré en mi época de América y me ha acompañado media vida. Es una Sony, y esto que estáis oyendo es Radio Gladys Palmera, que va cambiando de frecuencia porque es ilegal. Me encanta porque ponen música cubana. Las letras de la música cubana son mejores que Bécquer.

Como un servidor de ustedes es un poco idiota, en vez de disfrutar del bolero que sonaba en esos instantes y de la situación, que era inédita, se dedicaba a hostigar a su anfitrión con preguntas supuestamente interesantes para su reportajito de mierda sobre el Alzheimer. Uno había ido a Barcelona a por el Alzheimer de Maragall y no estaba dispuesto a que se le escapara (de nuevo la maldita etiqueta). Pero por Dios, si el reportaje estaba ante mis ojos. Tantos años de oficio y aún no había aprendido que escribir consiste en ser capaz de ver lo que tienes delante de las narices (véase La carta robada, de Poe). Maragall llevaba con paciencia al reportero de mierda que les habla, hasta que en un momento dado se volvió a Socías y dijo señalándome:
- Este hombre es muy nervioso, no se da cuenta de que para que se dé la circunstancia del conocimiento tiene que haber tranquilidad.
Yo me sonrojé, como pillado en falta.

En cualquier caso, la alusión a mis nervios tuvo la virtud de poner un poco de orden en mi cabeza. Una vez que comprendí que para que se diera la "circunstancia del conocimiento" tenía que haber, en efecto, tranquilidad, bajé la guardia, comencé a disfrutar de la música cubana y me di cuenta de la importancia que tenían los objetos familiares para este hombre aquejado del Alzheimer. Primero fue el móvil (tuvieron que buscarle uno idéntico al anterior en el mercado de segunda mano). Después fue el Ford Escort que le había acompañado a lo largo de media vida y que le había "robado" su hijo. Ahora era la Sony que compró en su época americana. Por si fuera poco, Maragall estaba sentado en una mecedora -otro objeto familiar, quizá otro fetiche- que se había traído de un viaje a Costa Rica y sobre la que se balanceaba con placer asegurando que quitaba el Alzheimer. No era todo: la casa en la que nos encontrábamos era la misma en la que había nacido 68 años antes.
No había más que subir o bajar tres o cuatro pisos, en fin, para ascender o descender por el tronco de su árbol genealógico.

Si las dependencias de su casa servían para ir de un sitio a otro de su historia familiar, las calles de Barcelona le servían para moverse por el interior de sí mismo, como si hubiera entre su cuerpo y el cuerpo de la ciudad una extraña identificación.
Nos explicaba la ciudad y la relación entre sus partes como el que explica el funcionamiento de un artefacto complejísimo ha cuya construcción a contribuido.

De vez en cuando se volvía indicándome que no dejara de controlar los coches aparcados, por si apareciera su viejo Ford Escort. ¿Lo decía desde el lado de acá o desde el lado de allá? Imposible saberlo porque acompañaba la frase con una mirada maliciosa, con una sonrisa ladina, como si le divirtiera confundir a este idiota cuyos nervios estuvieron a punto de impedir que se diera "la circunstancia del conocimiento". Por fortuna, a estas alturas, tampoco nos importaba saber desde qué lado hablaba (si había dos lados), pues ya no nos interesaba el Alzheimer de Maragall, sino Maragall, un personaje cuya compañía creaba adicción, cuya seguridad desbordaba, cuya vitalidad provocaba envidia.

Durante el resto del día, Socías y yo le acompañaríamos, más que como reporteros, como cómplices, pues también poseía la habilidad de ganarte para su causa, para sus causas, tuvieran el tamaño que tuvieran. Quizá porque fuimos capaces de adaptarnos a su ritmo vital (frenético) no huyó a la trastienda de su cabeza ni una sola vez a lo largo del resto del día. Sólo volvimos a verle ese gesto de tristeza, quizá de desconcierto, por la noche, en su casa de Rupiá, adonde nos había invitado para que conociéramos al resto de su familia. Sucedió que un nieto le leyó delante de nosotros un cuento que acababa de escribir. A Maragall le gustó y felicitó al niño. Pero a los cinco minutos, como el cuento continuaba encima de la mesa, pidió a su nieto que se lo leyera.
- Pero si te lo acabo de leer -dijo el pequeño.
Entonces Maragall se retiró desconcertado a la trastienda y cambió de conversación. Recordé que esa misma tarde yo le había preguntado qué se sentía al pertenecer a una saga familiar tan particular como la suya.
- Al final, te olvidas -dijo.