¿Algo que decir?

La comunicación es una de las primeras cosas que aprendemos en la vida.


Es curioso que, conforme vamos creciendo y asimilando palabras y aprendiendo a hablar... menos sabemos qué decir, o como pedir lo que queremos de verdad.

Pero al final, no puedes evitar hablar de ciertas cosas.

Hay cosas que no queremos escuchar. A veces hablamos, porque no queremos estar callados más tiempo. Hay cosas, que esceden a las palabras; son producto de la acción. A veces hablas porque no hay alternativa. Otras cosas, te las reservas.

Y no siempre, pero de cuando en cuando... algunas cosas, hablan por sí solas.







Violentos vicios de una mirada retrospectiva

Había estado dando vueltas por el estuario el día en que nos dijeron que mi hermano se había escapado. Ya sabía yo que algo iba a ocurrir; el agua me lo había dicho.
En el extremo norte de la isla, cerca de los abatidos restos del embarcadero en donde el viento del este sigue haciendo sonar los ya herrumbrosos restos de los olvidados,  había dos postes en la ladera que da al mar de la última duna. Uno de los Postes sostenía una cabeza de rata con dos libélulas, el otro una gaviota y dos ratones. Cuando estaba volviendo a poner en su sitio una de las cabezas de ratón, los pájaros levantaron el vuelo en el aire del atardecer, graznando y chillando, y se pusieron a dar vueltas encima del camino entre las dunas, por donde quedan sus nidos. Me aseguré de que la cabeza quedara bien sujeta y a continuación trepé hasta la cima de la duna para observar con los prismáticos.

Frank, el policía del pueblo, se acercaba en su bicicleta, pedaleando esforzadamente con la cabeza baja, pues las ruedas se le hundían en el terreno arenoso. Se bajó de la bicicleta en el puente, la dejó apoyada contra los cables de suspensión, y caminó hasta la mitad del puente colgante, donde está la cancela. Podía ver cómo apretaba el botón del timbre. Se quedó allí un rato, contemplando las calladas dunas y los pájaros que se iban posando. No me vio porque me había escondido muy bien. Entonces mi padre debió de oír el timbre en la casa, porque Frank se agachó ligeramente para hablar por el interfono que hay junto al botón y a continuación empujó la puerta, cruzó el puente y llegó a la isla, encaminándose a la casa por el sendero.
 Cuando desapareció por detrás de las dunas me quedé sentado un rato rascándome la entrepierna mientras el viento jugaba con mis cabellos y los pájaros retornaban a sus nidos. Me saqué el tirachinas del cinturón, escogí una bola de acero de un centímetro de diámetro, apunté con cuidado, y lancé la bola en una trayectoria curva que pasó por encima del río y de los postes de teléfono y del pequeño puente suspendido hasta llegar a tierra firme. El tiro dio en el cartel de «No entrar. Propiedad privada» con un sonido sordo que llegué a oír. De pronto, comenzó a chispear. Sonreí de satistacción. Era un buen presagio. El agua no había sido específica (raramente lo es), pero yo tenía la impresión de que cualquiera que fuera el aviso que quería transmitirme se trataba de algo importante, y también sospechaba que debía de ser algo malo, pero yo había sido suficientemente astuto como para darme por aludido y revisar los postes, ahora sabía que seguía teniendo buena puntería; las cosas seguían de mi lado.

Decidí no volver directamente a la casa. A Padre no le gustaba que rondara por allí cuando lo visitaba Frank y, además, todavía me quedaban un par de postes por revisar antes de que se pusiera el sol. Salté y me deslicé por la ladera de la duna hasta su sombra, me di la vuelta y contemplé allí arriba aquellos pequeños cuerpos y cabezas que vigilaban cualquier aproximación por el norte de la isla. Se veían bien todos aquellos pellejos colgando en sus ramas retorcidas. Unas cintas negras atadas a las desnudas ramas ondeaban suavemente con la brisa, como saludándome. Me convencí de que no sería nada demasiado malo y que al día siguiente le pediría más información al agua.

Con un poco de suerte mi padre me diría algo y, con más suerte todavía, hasta podría llegar a decirme la verdad.

Por los pájaros supe que Frank se había marchado hacía unos minutos, de modo que corrí por un atajo hasta la casa, donde las luces seguían encendidas como siempre. Me encontré a mi padre en la cocina.
En la habitación, a la altura del hombro, flotaba una capa de humo azul grisáceo provocado por las ya consumidas colilla donde se apreciaba una oleada producida probablemente por mí cuando entré por las puertas batientes del porche trasero. La ola se iba elevando lentamente entre nosotros mientras mi padre me miraba fijamente.Yo parpadeé, bajé la vista y me puse a jugar con el mango del tirachinas negro. Se me pasó por la cabeza que mi padre podría estar preocupado, pero era tan bueno actuando que pensé que quizá era lo que quería que yo pensara, de modo que en el fondo no me quedé convencido. Esperé.

— Se trata de Jorge.


Entonces supe lo que había pasado. No hacía falta que siguiera hablando. Supongo que, por lo poco que había dicho, me podría haber dado por pensar que mi medio hermano estaba muerto, o enfermo, o que le había ocurrido algo a él, pero a esas alturas ya sabía que se trataba de algo que había hecho Jorge, y solo había una cosa que él podía hacer para que mi padre pusiera esa cara de preocupación. Se había escapado. Pero no dije nada.

— Jorge se ha escapado del hospital. Eso es lo que vino a decirme Frank. Creen que podría dirigirse hacia aquí. Quita esas cosas de la mesa; ya te lo tengo dicho.
Probó un sorbo de la sopa, de espaldas a mí. Esperé a que empezara a darse la vuelta y retiré el tirachinas, los prismáticos y la paleta de la mesa. Mi padre continuó con el mismo tono monótono:
—Bueno, no creo que llegue tan lejos. Seguramente lo agarrarán en uno o dos días. Pero creo que es mejor que lo sepas.

Podía sentir cierta excitación en mi estómago, como un acuciante cosquilleo. De manera que Jorge volvía a casa; eso era algo bueno-malo. Sabía que lo conseguiría. No hacía falta ni consultárselo al agua; seguro que llegaría. Me preguntaba cuánto tardaría en llegar, y si Jorge tendría que ir ahora por todo el pueblo dando voces para avisar de que el muchacho loco que prendía fuego a los perros estaba suelto otra vez: ¡encierren a sus perros!

Pensé en los postes de Sacrificio. Eran mi sistema de alerta y de disuasión al mismo tiempo; cosas potentes, infectadas, que vigilaban desde la isla, resguardándola. Aquellos tótems eran mi disparo de aviso; cualquiera que pusiera un pie en la isla después de verlos sabría lo que le esperaba. Pero me parecía que para Jorge, en lugar de ser como un puño cerrado y amenazador, significarían una mano abierta y hospitalaria.

Mi padre es alto y delgado, aunque ligeramente encorvado. Tiene la cara suave, como la de una mujer, y los ojos oscuros. Ahora cojea, y lleva así desde que lo recuerdo. Tiene la pierna izquierda casi completamente rígida y, normalmente, se lleva un bastón cuando sale de casa. Algunos días, cuando hace mucha humedad, también tiene que usar el bastón dentro de casa y puedo oír los golpes en el suelo sin alfombrar de las habitaciones y pasillos de la casa; un ruido hueco, que se desplaza. Tan solo en la cocina no se oye; las losas lo silencian.

Ese bastón es el símbolo de la seguridad de mi pequeño secreto. La pierna de mi padre, solidificada, me ha proporcionado mi santuario arriba, en el cálido espacio del desván, en lo más alto de la casa, donde se acumulan los trastos viejos y la basura, donde el polvo se mueve y la luz del sol entra de soslayo y donde se asienta la humedad: silenciosa, viva y en calma.
Mi padre no puede subir por la estrecha escala del piso de arriba; y, aunque pudiera, estoy seguro de que no podría superar los entresijos que tienes que sortear para llegar desde lo alto de la escala, rodeando la pared de ladrillo de la chimenea, hasta llegar a lo que es el desván. Así que ese lugar es mío.
Supongo que mi padre debe de andar por los cuarenta y cinco, aunque a veces pienso que parece mucho mayor, y en ocasiones pienso que podría ser un poco más joven. No quiere decirme la edad que tiene, así que yo le echo cuarenta y cinco, a juzgar por su aspecto.

—¿Qué altura tiene esta mesa? —me preguntó de sopetón cuando estaba a punto de ir a la panera a por una rebanada para limpiar mi plato. Me di la vuelta y lo miré, preguntándome por qué se molestaría en hacerme una pregunta tan fácil.
—Trece pulgadas —le dije, y agarré un trozo de pan de la panera.
—Incorrecto —me dijo con una mueca de ansiedad—. Dos pies y seis pulgadas.
Yo negué con la cabeza, mirándolo con el ceño fruncido.

Hubo una época en que esas estúpidas preguntas me daban verdadero miedo, pero ahora, aparte del hecho de que tengo que saber la altura, la longitud, la anchura, el área y el volumen de prácticamente todas las partes de la casa y de su contenido, puedo llegar a entender la obsesión de mi padre como tal obsesión. A veces resulta mortificante cuando hay invitados en la casa, aunque sean de la familia y estén al corriente de lo que pasa. Se sientan, normalmente en el salón, preguntándose si Padre les va a ofrecer algo de comer o si les va a endilgar una conferencia improvisada sobre cáncer de colon o sobre la tenia, cuando de repente se acerca furtivamente a uno de ellos y, con un ensayado tono conspiratorio dice: «¿Ves aquella puerta? Tiene ochenta y cinco pulgadas, de esquina a esquina». Entonces guiña un ojo y sale de la habitación, o se deja caer en su sillón como si no hubiera dicho nada.

Desde que puedo recordar siempre ha habido pequeñas etiquetas de papel blanco, escritas con bolígrafo negro en perfecta caligrafía, adheridas por toda la casa. Pegadas a las patas de las sillas, a los bordes de las alfombras, a la base de las jarras, a las antenas de las radios, a las puertas de los armarios, a los cabezales de las camas, a las pantallas de los televisores, a las asas de los cazos, para proporcionar la exacta medida de la parte del objeto al que están adheridas. Hasta hay algunas escritas en lápiz pegadas a las hojas de las plantas. Cuando era un niño fui una vez por toda la casa despegando todas las etiquetas; me azotó con el cinturón y me mandó castigado a mi cuarto sin salir durante dos días. Más adelante mi padre pensó que sería bueno para formar mi carácter que me aprendiera todas las medidas, tal como él las sabía, de modo que tuve que sentarme durante horas y horas con el Libro de las Medidas (un enorme volumen con toda la información de las pequeñas etiquetas registrada cuidadosamente según habitación y categoría de los objetos), o ir por la casa con un lápiz y una libretita tomando mis propias notas. Y todo ello sin contar las clases de matemáticas, de historia y de otras materias que mi padre solía darme. No me dejaba mucho tiempo libre para salir a jugar, lo cual no se lo perdonaba. En esa época estaba librando una Guerra —me parece que era la de los Mejillones contra las Moscas Muertas— y, mientras yo estaba escudriñando el libro en la biblioteca, tratando de mantener los ojos abiertos, empollando toda aquella maldita estupidez de las medidas imperiales, el viento debía de estar dispersando por toda la isla mis ejércitos de moscas y el mar anegaría primero las conchas de los mejillones bajo los charcos que deja la marea para acabar cubriéndolos de arena. Afortunadamente, mi padre acabó cansándose de su gran plan y se contentó con lanzarme por sorpresa insólitas preguntas sobre la capacidad en pintas del paragüero o sobre el área total, en fracciones de un acre, de todas las cortinas colgadas en aquel momento en la casa.

—No pienso volver a contestar esa clase de preguntas —le dije mientras llevaba mi plato al fregadero—. Hace años que deberíamos haber pasado al sistema métrico.
Mi padre resopló dentro del vaso cuando estaba bebiendo.
—Hectáreas y todas esas tonterías. Ni hablar. Basado en las medidas de la tierra, como bien sabes. No hace falta que te diga el disparate que es todo eso.

Suspiré y cogí una manzana del frutero que había en el alféizar de la ventana. Mi padre me hizo creer durante un tiempo que la tierra era una cinta de Moebius, y no una esfera. Y según él no ha cambiado de opinión, y con gran solemnidad manda un manuscrito a los editores de Londres para intentar que le publiquen un libro en el que expone sus ideas al respecto, pero yo sé que en el fondo está actuando como el buscapleitos de siempre y que, con lo que verdaderamente disfruta, es mostrando su estupefacta incredulidad y, a continuación, su justa indignación cuando, finalmente, le devuelven el manuscrito. Esto ocurre cada tres meses, y dudo que la vida le resultara tan gratificante sin esa especie de ritual. De todos modos, es precisamente por esa razón por lo que no le da la gana cambiar al estándar métrico para sus estúpidas medidas, aunque la verdad es que es por pura pereza.

—¿Qué has estado haciendo hoy? —Me lanzó su mirada desde el otro lado de la mesa mientras se dedicaba a rodar el vaso vacío por la superficie de madera de la mesa.
—Ahí afuera —contesté encogiéndome de hombros—. Caminando y esas cosas.
—¿Construyendo presas otra vez? —me dijo con retintín.
—No —le contesté sacudiendo la cabeza con seguridad y mordiendo la manzana—. Hoy no.
—Espero que no hayas estado matando criaturas de Dios.
Volví a encogerme de hombros. Por supuesto que estuve matando cosas. ¿Cómo diablos se supone que voy a conseguir cabezas y cuerpos para los postes y el bunker si no mato cosas? Qué le voy a hacer si no hay suficientes muertes naturales. Pero claro, no puedes decirle eso a la gente.
—A veces pienso que tú eres el que tendrías que estar en un hospital, y no Jorge. —Me miraba por debajo de sus oscuras cejas, con su voz más grave. En otro tiempo me habría acobardado ese comentario, pero no ahora.Ya casi tengo diecisiete años y no soy un niño. Aquí, en Escocia, hace un año que tengo edad suficiente para casarme sin el permiso de mis padres. Quizá no tendría mucho sentido que me casara, tengo que admitirlo, pero ahí están las reglas.

Además yo no soy Jorge; yo soy yo y estoy aquí, y eso es todo. No molesto a la gente y mejor que no me molesten a mí si no quieren saber lo que es bueno. Yo no voy por ahí regalándole a la gente perros en llamas, ni asustando a los vagabundos locales con puñados de larvas o gusanos. La gente del pueblo puede que diga de mí: «Bueno, ya sabes, no está muy allá», pero es tan solo una bromita entre ellos (y a veces, para insistir, ni siquiera se señalan la cabeza al decirlo); no me importa.Ya he aprendido a vivir con mi incapacidad, y a vivir sin otra gente, de modo que no me molesto por esas cosas.

Pero mi padre parecía estar tratando de ofenderme porque normalmente no me diría algo así. Las noticias sobre Jorge lo debieron de dejar trastornado. Creo que él sabía tan bien como yo que acabaría volviendo y estaba preocupado por lo que pudiera pasar.

No lo culpo, y no me cabe duda de que también estaba preocupado por mí. Yo soy la encarnación de un delito, y si Jorge volviera para sacar trapos sucios podría salir a flote la verdad.

Nunca me inscribieron en el registro. No tengo partida de nacimiento, ni un número de carné de identidad: nada que diga que estoy vivo o que he existido. Ya sé que es un delito, como lo sabe mi padre, y creo que a veces se arrepiente de la decisión que tomó hace diecisiete años, en su época de hippy-anarquista, o de lo que fuera.

No es que yo haya sufrido por eso, no. Lo he disfrutado, y no se puede decir que no haya recibido una educación. Probablemente sé más sobre las típicas materias que se enseñan en un colegio que la mayoría de la gente de mi edad. Aunque podría quejarme de la veracidad de algunas de las informaciones que me ha pasado mi padre. Desde que fui capaz de ir solo a Porteneil y comprobar cosas en la biblioteca, mi padre tuvo que tener más cuidado con lo que me decía, pero cuando era más joven solía meterme rollos de vez en cuando, respondiendo a mis ingenuas preguntas con falsedades absolutas. Durante años creí que Pathos era uno de los tres mosqueteros, que Felación era un personaje de Hamlet, que Vitriolo era una ciudad de China, que los campesinos irlandeses tenían que pisar la turba para hacer la cerveza Guinness. Bueno, en estos tiempos ya llego a los estantes más altos de la biblioteca, de manera que puedo comprobar todo lo que me dice mi padre, y a él no le queda más remedio que decirme la verdad. Me da la impresión de que le molesta bastante, pero así están las cosas. A eso se le llama progreso.
Mi padre es un hombre con educación y me ha transmitido mucho de lo que sabe, al mismo tiempo que se dedicaba por su cuenta al estudio de áreas sobre las que no sabía demasiado con la finalidad de enseñarme. Mi padre es doctor en Química, o quizá Bioquímica; no estoy seguro. Parece haber adquirido suficientes conocimientos de medicina y, quizá aún conservaba amigos en la profesión como para asegurarse de que me pusieran las vacunas e inyecciones necesarias en los momentos en que debían ponérmelas, a pesar de mi no-existencia oficial en lo que respecta a la Seguridad Social.

Creo que mi padre trabajó en una universidad durante unos años después de graduarse, y puede que inventara algo; de vez en cuando deja caer que recibe una especie de derechos por una patente o algo así, pero sospecho que bajo cualquier fortuna familiar que se pudiera haber encubierto sobrevive el viejo hippy que hay en él.
Acaricié el mango de la paleta preguntándome si mi padre tendría un nombre para su bastón. Lo dudaba. No le da la misma importancia que yo a esas cosas.Yo sé que son importantes.

Mi padre me miró—. Me voy a mi despacho. No olvides cerrar la puerta, ¿me has oído?
—No te preocupes —le dije asintiendo con la cabeza.
—Buenas noches.

Me parece que hay un secreto en el despacho. Él lo ha insinuado más de una vez, vagamente, lo suficiente como para despertar mi curiosidad e incitarme a que se lo pregunte y comprobar así que quiero preguntárselo. Pero por supuesto que no pienso preguntarle nada, porque no conseguiría ninguna respuesta fiable. Lo único que conseguiría es que me contara un montón de mentiras, porque está claro que el secreto dejaría de ser un secreto si me dijera la verdad, y sabe tan bien como yo que, como ya voy siendo mayorcito, siente la necesidad de tenerme a raya como sea; ya no soy ningún niño. Tan solo esas ficticias parcelas de poder que se crea él mismo le permiten pensar que me tiene controlado, o creerse que sigue manteniendo lo que él ve como una adecuada relación padre-hijo. Es verdaderamente patético, pero con sus jueguecitos y sus secretos y sus comentarios hirientes lo que intenta es mantener a salvo su seguridad.

Me recosté en la silla de madera y me desperecé. Me gusta el olor de la cocina. La comida, y el barro en nuestras botas de agua y, a veces, el intenso hedor de la cordita que sube del sótano me proporcionan una agradable y penetrante sensación de estremecimiento cuando pienso en sus olores. Cuando ha llovido y tenemos dentro la ropa mojada el olor es diferente. En invierno la enorme estufa negra despide un calor que trae aromas de maderas encontradas en la playa, o de turba, y todas las cosas despiden vaho y la lluvia tamborilea en los cristales. Entonces tienes una sensación agradable de recogimiento y te hace sentir a gusto, como si fueras un enorme gato con la cola enroscada alrededor. A veces me gustaría tener un gato. Lo más que he llegado a tener fue una cabeza, y las gaviotas se la llevaron.

Y pensé en Jorge, a quien le había pasado algo tan desagradable. Pobre tío retorcido. Me pregunté, como de costumbre, cómo lo habría podido soportar yo. Pero no me pasó a mí. Yo me quedé aquí y Jorge fue el que se marchó y todo ocurrió en otro sitio, y eso es lo que hay.Yo soy yo y aquí es aquí. entonces fue cuando sonó el teléfono

—¿Diga? —respondí. Era desde una cabina.

—¡Aggrrhh! —se oyó por el auricular, como si alguien se aclarara la garganta. Me separé el teléfono de la oreja y me quedé mirándolo con el ceño fruncido. Ruidos lejanos continuaban saliendo del auricular. Cuando acabaron volví a ponerme el auricular en el oído.
—¡Daniel, Daniel! Soy yo. ¡Yo! ¡Oiga! ¡Oiga!
—¿Hay un eco en esta línea o es que estás repitiendo todo dos veces? —dije yo.
Podía reconocer su voz.
—¡Las dos cosas! Ja, ja, ja, ja!
—Hola, Jorge. ¿Dónde estás?
—Aquí. ¿Dónde estás tú?
—Aquí.
—Pues si estamos los dos aquí, ¿por qué molestarnos en usar el teléfono?
—Dime dónde estás antes de que se te acaben las monedas.
—Pero si estás aquí tú deberías saberlo. ¿No sabes dónde estás? —y se puso a reír.
—Deja de hacer el tonto —le dije calmadamente.
—No estoy haciendo el tonto. No pienso decirte donde estoy; se lo dirás al viejo y él se lo dirá a la policía, ¡y ellos volverán a llevarme al puto hospital!
—No. Venga, ¿vas a decirme dónde estás? De verdad, quiero saberlo.
—Te diré donde estoy si me dices cuál es tu número de la suerte.
—Mi número de la suerte es e.
— Eso no es un número. Es una letra.
—Es un número. Es un número trascendental: 2.718...
—Eso es hacer trampa. Me refiero a un número entero.
—Deberías haber sido más específico —le dije suspirando al tiempo que sonaban unos pitidos y Jorge ponía más monedas—. ¿Quieres que te llame yo?
—Jo, jo. No te vas a quedar conmigo tan fácilmente. Bueno, ¿cómo estás?
—Estoy bien. ¿Y tú?
—Cabreado, por supuesto —dijo bastante indignado.
Tuve que sonreír.
—Mira, ya me he hecho a la idea de que vas a volver por aquí. Si lo haces, te pido por favor que no quemes perros ni ninguna otra cosa. ¿De acuerdo?
—Pero ¿qué estás diciendo? Soy yo, Jorge. ¡Yo no quemo perros! —exclamó a gritos—. ¡Yo no quemo putos perros! ¿Quién te crees que soy? ¡No me acuses de quemar putos perros, pedazo de cabrón! ¡Cabrón!
—Bueno, lo siento, lo siento —me apresuré a decir—. Lo único que quiero es que estés bien; ten cuidado. No le lleves la contraria a la gente, ¿sabes lo que quiero decir? La gente es muy quisquillosa...
—Bueno... —le oí decir. Escuché su respiración y después cambió el tono de voz—. Pues sí, pienso volver a casa. Solo un momento, para ver cómo estáis. Supongo que estáis solo tú y el viejo.
—Sí, solo estamos nosotros. Estoy deseando verte.
—Bueno, me alegro. —Hubo una pausa—. ¿Por qué no vienes nunca a visitarme?
—Yo... Yo creía que Padre fue a visitarte en Navidad.
—¿Ah, sí? Bueno, pero ¿por qué no vienes tú a visitarme? —Sonaba dolido. Cambié el peso de mi cuerpo al otro pie, eché un vistazo al descansillo y miré hacia las escaleras que van al segundo piso con la sensación de que mi padre iba a aparecer de un momento a otro apoyado en la barandilla, o que vería su sombra proyectada en la pared del rellano de arriba, donde creía que podía esconderse para escuchar mis llamadas sin que yo lo supiera.
—No me gusta dejar la isla tanto tiempo. Lo siento, pero me entra esa horrible sensación en el estómago, como si se me hiciera un nudo enorme. Lo siento, pero no puedo ir tan lejos, no de un día para otro o... Lo siento, pero no puedo. Quiero verte, pero estás tan lejos...
—Me estoy acercando. —Ahora volvía a sonar seguro de sí mismo.
—Bien. ¿Por dónde estás?
—No te lo pienso decir.
—¿No quieres hablar con papá?
—Todavía no. Ya hablaré luego con él, cuando esté más cerca. Tengo que irme. Nos vemos. Cuídate.
—Cuídate tú.
—¿De qué tengo que cuidarme? No me pasará nada. ¿Qué podría pasarme?
—Pues no hagas nada que pueda molestar a la gente. Ya sabes; me refiero a que la gente se enfada. Especialmente en lo que toca a sus animales de compañía. Bueno, no voy a...
—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué insinúas con eso de los animales de compañía? —dijo gritando.
—¡Nada! Lo único que decía es...
—¡Maldito desgraciado! —exclamó—. Me estás acusando otra vez de quemar perros, ¿no? Y supongo que también me dedico a meter gusanos y larvas en las bocas de los vagabundos y mearme encima, ¿eh? —dijo a grito pelado.
—Bueno —dije con calma, jugando con el cable del teléfono—, ya que lo mencionas...
—¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Desgraciado de mierda! ¡Te mataré! Tú... —Su voz se desvaneció y tuve que volver a retirarme el auricular del oído cuando empezó a golpear el teléfono contra las paredes de la cabina. Los porrazos sonaban sucesivamente por encima de los tranquilos pitidos que anunciaban el final de la llamada.
Colgué el teléfono. Miré hacia arriba pero Padre seguía sin dar señales de vida. Subí silenciosamente las escaleras y metí la cabeza entre las barandillas pero no había nadie en el rellano. Suspiré y me senté en los escalones. Tuve la impresión de que no había tratado a Jorge con mucho tacto por teléfono. Jorge es mi hermanastro y llevo más de dos años sin verlo, desde que se volvió loco.

Me fuí a mi cuarto y me tumbé en la cama. Volví a pensar en los Postes de Sacrificio; esta vez con más detalle, imaginándomelos uno a uno, recordando su posición y sus elementos, contemplando en mi mente lo que divisaban aquellos ojos sin visión, y parpadeando entre vista y vista, como un guarda de seguridad que va cambiando de cámara en la pantalla de su monitor. No eché nada en falta; todo parecía estar en orden. Mis vigilantes muertos, esas extensiones de mí mismo que habían caído en mi poder por la simple y definitiva rendición de la muerte, no percibían nada que pudiera dañarme en la isla.

Abrí los ojos y volví a encender la luz de la mesilla. Me miré en el espejo de la cómoda que está al otro lado de la habitación. Estaba echado sobre el cubrecama, desnudo a excepción de los calzoncillos. Estoy demasiado gordo. No es nada malo, y tampoco es culpa mía, aunque eso no sea una excusa. No tengo el aspecto que me gustaría tener. Rellenito, así estoy. Fuerte y en forma, pero aún así demasiado fofo. Debería tener el aspecto que me corresponde, el aspecto que habría tenido si no hubiera sufrido el desgraciado accidente. Por mi apariencia nadie diría que he matado a tres personas. No es justo.

Volví a apagar la luz. La habitación quedó totalmente a oscuras, y ni siquiera se veían las estrellas mientras se acostumbraban mis ojos. Quizá debería pedir una de esas radios con números digitales luminosos, aunque la verdad es que le tengo mucho cariño a mi viejo despertador de latón. Una vez até una avispa a cada una de las campanillas de color cobre que tiene en la parte superior, donde las golpearía el martíllete por la mañana, al sonar el despertador.

Siempre me despierto antes de que suene el despertador, así que tuve ocasión de verlo.