Comandante

Cuando Leonard Cohen se arrodilló por primera vez en Madrid pensamos que era un elogio, hasta que nos dimos cuenta de que era una sabia costumbre. Cuando alguien, en medio de esta difícil tarea de vivir, lo apuesta todo al único número de su propia inteligencia, da gusto comprobar que algo ha ganado, que no lo ha perdido todo. No es que se puedan construir ejemplos, ni formar ejércitos detrás del Comandante Cohen, porque parte de su enorme y silenciosa tarea ha sido siempre quedarse poco a poco sin ejemplos y sin ejércitos, y casi solo, pero es hermoso ver por una vez el final feliz de una aventura.

Un caballero está hecho siempre de cosas parecidas, de un sombrero pequeño, de un traje oscuro, y de dar las buenas noches y de acumular paciencia. Este vencido elegante e impertinente sigue diciendo a cada cual que no se ponga tan nervioso. Que deje que caiga la lluvia, que deje que pases las cosas, que al final de los finales, todo existe todavía. Parece que Cohen, y él sólo, se ha impuesto la tarea de convencernos de que Conrad se equivoca, de que después del horror queda un baile y una fiesta y un entierro y un recuerdo y otra cosa.


Lo más curioso de todo es que Cohen la otra noche no dijo nada nuevo, solo confirmó lo que mucho antes él mismo había imaginado. Que sus bravatas perecían, que su poca buena fe era invencible, que lo que nos reprochan los demás es cierto, que lo que somos no es más que esto.

Se puede entrar a formar parte de la memoria ajena sin ser valioso, sobran los ejemplos, la pequeña y enorme crueldad de Cohen consiste en haber conseguido ser algo, no entre nosotros, sino entre el algo de nosotros. Somos causas tan dispares que somos la misma causa. La estrategia del asunto no pinta un mapa singular, no hay playa que no caiga, ni hay soldado que no aprenda. Lo íntimo es lo común mirado con lupa. Las mujeres son hombres con su propia agenda.


La palabra del libro ya ha calado, no como calan los techos mal juntados, sino como calan las lluvias inevitables, como cala cada día sobre el día contrario, como moja la humedad de cada cosa las grietas de lo nuestro.

Un hombre que adivina el futuro, y cualquiera de nuestros pasados, ha aprendido por fin que quitarse el sombrero no es un gesto, sino tal vez la única virtud a nuestro alcance.


Cuesta mucho separar la fama de la causa, la batalla de la intención, el corazón de la victoria, pero en un día extraño de navidad laica y anticipada, la sonrisa de Cohen era la de cualquiera; sus ojos alegres y azules, los ojos que todo el mundo merece.

Su baile de marioneta, su forma de entrar saliendo, su voz tan bien educada, sus ganas de estar ya fuera, su presencia infinita y su ausencia eterna, no hay quien niegue que el comandante pasó por aquí, pero sería mentir demasiado pensar que recordará nuestras caras.

No deja de ser extraño que cause tan gran impresión un hombre tan parecido al resto de los hombres.

Cohen no ha vuelto para regalarle a nadie su dignidad, sino para recordar en voz baja que nunca la habíamos perdido.

Y para confirmar que al final del viaje no queda más que dar las gracias y quitarse el sombrero.

Y sólo entonces, será hora de cerrar.

1 comentario:

  1. Hola!
    Yo estuve en su espectáculo en Madrid. Sencillamente... uno de los mejores conciertos de mi vida. Fue muy emocionante verle allí, sobre el escenario, con su traje impecable, su sombrero y sus saltitos... y con esa actitud del que ya no tiene nada que demostrar, disfrutando y haciendo disfrutar a los que allí estuvimos. Impresionante... su música, su voz, sus silencios... ¡para llevárselo a casa!
    Besos

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