Préstame tus alas, pájaro. Las desplegaré y planearé sobre las corrietes térmicas.
Alice lo contempló con curiosidad, pero nadie más advirtió su llegada. Todos estaban borrachos como una cuba. Sheb interpretaba himnos metodistas a ritmo sincopado y los grisáceos haraganes que habían acudido temprano para evitar la tempestad y asistir al velatorio de Nort ya estaban roncos de tanto cantar. Sheb, ebrio hasta el límite de la inconsciencia, intoxicado y enervado por la continuidad de su propia existencia, tocaba rápidamente, con frenesí, haciendo volar los dedos como la lanzadera de un telar.
La gente vociferaba y hablaba a gritos, sin imponerse en ningún momento al vendaval pero, a veces, casi desafiándolo. Todos los rostros parecían resplandecer de fervor. Con todo, la mortecina luz de la tormenta, que se filtraba a través de las puertas de vaivén, daba la impresión de burlarse de ellos.
Préstame tus alas, pájaro. Las desplegaré y planearé sobre las corrientes térmicas.
Y con ello, me dispuse a dormir.
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